La piedra yacía
inmutable en
lo profundo del Amazona. Creyó en su inmortalidad en esos parajes, pero un sorpresivo rayo hizo que unas pequeñas
piezas se separaran de la mole, incluso hubo una que llegó a la luna. En ese
recóndito lugar nadie imaginó que un pequeño pedazo lloraba esa separación. No
volvería ni en guijarro llevado por los vientos, ni en arcilla para nidos, ni
en colgante de algún viajero melancólico de selva. Pasaba el tiempo, lloraba y
empequeñecía, puesto que el dolor la contraía cada vez un poco más. Hete aquí
que unos astronautas tocaron suelo lunar, pero la piedra se había contraído
tanto que no llegaba a ser muestra para laboratorio. Su esperanza estaba
perdida y su llanto era la única real inmortalidad que le podía ofrecer a la
mole. Por una extraña casualidad, unos años más tarde, uno de los astronautas
sintió que debía realizar un viaje. Su mujer no comprendió aquella escena, pero
se la adjudicaba al sorpresivo
malestar de su marido. El hombre bajó de la camioneta llevado por un impulso
descontrolado y abrazó una enorme mole que los indios adoraban como a una
diosa. Lloró larga, larga, larga y tendidamente y la piedrita que estaba
aferrada a sus riñones, se desprendió y desapareció. La mujer cree que la
curación se debió a las virtudes chamánicas de la Piedra.
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